En un momento dado, la utilidad sustituyó a la felicidad en los análisis de la teoría económica. El utilitarismo hedonista, la búsqueda del placer, se escaló al nivel de la felicidad otorgando al dolor el sentido de infelicidad.
En un buen número de escuelas económicas se privilegió la formación objetivista, en la que el egoísmo racional, la búsqueda del propio interés, el individualismo heroico que pregonaba Ayn Rand, era la guía de los juicios basados en la razón y el pensamiento, se convirtió en el propósito moral de la vida. La utilidad entonces resulta de la obtención de cosas que alejan el dolor, que alejan la infelicidad. La maximización de la utilidad lleva a la maximización del bienestar. Obtener para ser.
El contacto con la realidad independiente se da, presuntamente, a través de la percepción de los sentidos, pero no se le domina sino que se le obedece y la razón del hombre es lo que permite a este sobrevivir. El egoísmo es una autoestima reflexionada, razonada, que se ve amenazada por cualquier intención altruista. Todo lo que se hace, incluso la compasión y la generosidad, en una visión herramental, apunta al reforzamiento de la autoestima.
Las políticas de los rectores económicos mundiales admitieron al individualismo heroico en sus diseños de estado. Posiblemente, la cumbre de este pensamiento aplicado llegó con Margaret Thatcher y Alan Greenspan. El emprendedurismo se llevó más allá de la innovación tecnológica, desterrándolo del privilegio etimológico que le suponía ser un impulsor económico de las sociedades y ubicándolo, en su lugar, en el demérito del autotrabajo. Un emprendedor ahora puede ser un repartidor de Rapi, de Uber, pues son “socios” del negocio que recibe miles de millones de dólares de ingresos pero no invierte un céntimo en vehículos de distribución ni en sus operadores. El individuo es “socio” responsable de la adquisición de su propia maquinaria de trabajo, de su mantenimiento y de su propia seguridad. Se es “emprendedor” solo porque ya no se es “empleado”.
La mercadotecnia no escapó a la imposición económica. En un entorno hiperindividualista, con diseños de estados que cuidan y procuran la extrema "libertad" económica individual, con políticas conocidas como neo-liberales, la mercadotecnia se llegó a usar como arma para superar a la competencia y ganar a cualquier costo. Su aplicación salvaje, sin escrúpulos pero, eso sí, efectiva, caló tanto en la dignidad humana que se ganó un apelativo moral. “Es puro marketing” sirvió para describir aquello vacuo, ausente total de elementos de valor real.
La publicidad, como velo del marketing, diría Antonio Caro, sirvió para ocultar al verdadero producto. La satisfacción del cliente se logró con el trabajo de convencimiento del cliente, con la atención a la carencia psicológica muy por encima de la atención a la carencia funcional. Los mensajes han servido para reforzar la creencia de que para avanzar económicamente el individuo debe percatarse de su carencia. Carencia no del producto funcional sino del orgullo por pertenecer a una casta diferenciada por su virtud de actuar en interés de sí mismo. Recordar, mensaje tras mensaje, que para ser feliz hay que obtener los recursos, los objetos, las ganancias para ello. Y, en este diseño objetivista de los estados, nada tiene de malo adquirir esta felicidad.
Pero es momento de recuperar el significado de la mercadotecnia. De alejar a nuestra profesión de la acepción malévola. De mostrar y defender el sentido de lo que es nuestra función primordial en la sociedad: facilitar a nuestros clientes el acceso a su propia construcción meditada de felicidad.
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